Es difícil pensar que en estos tiempos contemporáneos, en donde vivimos los avances tecnológicos más importantes de la historia, en donde supuestamente la vida es más simplificada que nunca, en donde parecemos estar más cerca de nuestros objetivos, debemos lidiar con nuestra eterna compañera que es tan poderosa como frágil: la mente.
Un órgano apreciado en la historia, creador y decidor en varios momentos, a veces gran aliado, a veces maldito. A veces liberador de químicos naturales mejores que cualquier medicamento artificial, a veces el arma letal que ataca sigilosamente. Y esta gran “nuez”, cuando está en alerta, tiene que convivir con otros entes que no lo dejan en paz: le damos la ingrata bienvenida a la Ansiedad y a la Depresión.
La primera, destructora pitonisa de lo que será; la segunda, máquina del tiempo de los peores recuerdos. Ambas aprietan, ejercen presión en las personas como si fueran pelotitas o bolsas que tarde o temprano explotan.
Convidadas de pierda que golpean desde adentro y que convierten rutinas habituales o placenteras en un martirio, como levantarse y ver el día. Y si no se trata, la explosión será de una manera tan abrupta que es imposible reparar sus restos. Ese apagón es lo que debemos combatir.
Hace solo unos años, hablar de salud mental en Chile era algo inútil, de poco valor e importancia. Un jueguito más en nuestra sociedad cada vez más consciente y cómo no, tuvo que explotar un estallido ciudadano, una pandemia que sigue atacando (junto a otras detectadas) y la crisis económica –y especialmente social- que se generó post confinamiento.
Era habitual burlarse o mirar en menos a alguien con esos síntomas, por muy leves que fuesen, incluso cuando alguien se lanzaba a las vías del metro; pero recién nos dábamos cuenta cuando esa persona toma una decisión que quizás era la única para escapar. Desde ese momento, ante la tragedia evitable, nos percatamos que esto va mucho más allá, y son dolores que, al igual que muchos, no discrimina en género, edad ni clase económica.
Llega a ser irónico que un país “en vías de desarrollo” (chiste viejo de pésimo gusto) tome ese calificativo cuando tiene los índices más altos de suicidio y malestares psicológicos, en donde al menos una de cada cinco personas lo sufre o ha sufrido. “¿Es nuestro estúpido sistema?”, como diría el maestro Jorge González que vive en carne propia lo que no alcanzó a descargar con su música.
Estamos ad portas de un plebiscito que marcará, esperemos para bien, la historia grande de Chile, unas dos semanas en el cual ambas campañas se la juegan –a veces desesperadamente- para generar un neuromarketing que penetre tanto a las mentes como a las almas. El ambiente generado, y se nota, está más tensionado que nunca con la misma sociedad que acrecienta la ansiedad como si fuera nuestra propia “Final del Mundo”.
Si es que se calman las aguas después de estas elecciones, y con el cambio instalado en la ciudadanía, se deben incorporar más espacios, especialmente en los medios de comunicación y las líneas editoriales, para hablar de algo que dejó de ser un juego: la salud mental es algo serio, tan e incluso más importante que la salud física e inmunológica en un Chile ya enfermo y enfermizo.
Esto es algo que no se ve, pero de a poco se refleja en una persona y es vital acudir a un cercano/a, familiar, amigo/a, pareja, Si tiene la voluntad y los recursos para asesorarse de manera profesional, HÁGALO. La mente y el cuerpo humano son las máquinas perfectas que dan estos avisos, y es primordial para, al igual como se pide en varios ámbitos, dignificar y democratizar lo que hace años, por miedo, vergüenza o negligencia se ha silenciado.